En mi tierra hay muy pocos blancos y una gran variedad de mulatos variopintos y negros. En el siglo XVII el rasero de la pobreza le pasó por encima a la incipiente sociedad que dos siglos después sería dominicana y nos dejó enrasados en la pobreza: Amos y esclavos, antiguos ricos y pobres, todos conviviendo y tratando de sobrevivir en esta isla abandonada a su suerte hasta el olvido. Esa es quizás la explicación histórica y social de por qué el racismo, como se conoce en otras sociedades, en la nuestra no existe. Decir que alguien es negro en mi tierra no tiene la carga de desprecio que pudiera tener en otras sociedades.
Este preámbulo es necesario porque quiero relatarles una historia y quiero hacerlo como lo haría en cualquier ambiente social dominicano, en donde con toda seguridad, los contertulios disfrutarían del relato sin importar si el que lo escucha es blanco, negro o mulato variopinto.
Aquí va el relato:
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Tengo una pareja de amigos chilenos que en los años setenta vivían en Bonao, una pequeña ciudad en el centro de la isla. Hace unos meses estuvieron de visita en dominicana y conversando él me dijo que guarda muy buenos recuerdos de esta tierra.
Uno de esos buenos recuerdos es el que ahora paso a relatarles:
Alberto, que así se llama mi amigo chileno, vivía en Bonao y trabajaba en Falconbridge. Cierto día tuvo necesidad de tomarme unas fotos de carné para unos documentos oficiales y fue donde el fotógrafo del pueblo.
Al momento de llegar se colocó en una fila corta de tres o cuatro personas que lo antecedían y que le permitieron ir descubriendo el proceso por el que pasaría al llegar su turno. El estudio fotográfico estaba improvisado en la marquesina de una casa de familia desde la que se dominaba el Parque del pueblo, la Gobernación, el Ayuntamiento y se sabía que el Palacio de Justicia estaba al doblar de la esquina.
A su llegada, el sentido común detenía al recién llegado en los límites externos de la marquesina a la espera de la autorización de entrada. A mano izquierda había tres sillas que conformaban la sala de espera, a mano derecha una pequeña mesa rectangular de madera, arreglada con un mantel blanco, daba soporte a una caja de zapatos con muchos sobres con fotos dentro, un cepillo de pelo, un peine; un estuche circular, bivalvo y abisagrado de polvos compactos con una motita dentro y por último un espejo ovalado con orlas y mango de plástico rosado, y con el dibujo de una niña peinándose en el reverso del espejo. En el centro de la marquesina un trípode sostenía una cámara fotográfica que bien podía haber llegado con Martín Alonso Pinzón en La Pinta y en el fondo de la marquesina una silla solitaria enmarcada dentro de un paño azul colgado de cordeles y colocado detrás de la silla para que sirviera de telón de fondo a la foto.
Al llegar su turno, Alberto se sentó en la silla solitaria del fondo, el fotógrafo le preguntó si quería peinarse; Alberto le respondió que no, que no hacía falta, y entonces el fotógrafo se acercó con el estuche bivalvo abisagrado y mota en mano trató de colocarle los polvos cosméticos en el rostro:
-¿Qué le pasa? ¿Qué hace? No es necesario, no quiero polvos.
- Va a salir negro. Dijo el fotógrafo.
- ¿Pero qué dice? ¿Cómo voy a salir negro si soy blanco?
- Es que la cámara…
- Nada, no quiero polvos, ¡Basta!
Ante aquella negativa un tanto airada, el fotógrafo tomó la foto y le pidió a Alberto que regresara al día siguiente, a mitad de mañana a retirarla.
Alberto fue puntual a retirar la foto. Al llegar, el fotógrafo le preguntó su nombre, le dijo que se llamaba Alberto, y me comentó que todavía no entiende para qué dio su nombre porque el fotógrafo, sentado en una de las sillas de la sala de espera, colocó entre sus piernas la caja de zapatos y se puso a buscar, evidentemente al azar porque levantaba uno de los sobres, sacaba parcialmente las fotos, las miraba, miraba a Alberto y tomaba otro sobre. Los sobres no podían estar en orden alfabético porque ninguno tenía nombre. Estuvo buscando así hasta que por fin le entregó un sobre a Alberto diciéndole:
- Aquí están. Estas son sus fotos.
- Pero éste no soy yo, este hombre es un negro. Dijo Alberto.
- Yo se lo dije…, le quise poner polvo. Dijo el fotógrafo y confirmó: -Pero el de la foto es usted, igualito.
- Pero ¿qué dice? No puedo ser yo. ¿No ve que este hombre de la foto además de ser negro tiene bigotes?. Argumentó Alberto al borde de la desesperación.
- Y..., de seguro usted se afeitó esta mañana. Replicó el fotógrafo con cierta picardía, seguro de haber descubierto al impostor.
Claro que mi amigo tenía razón. El era Alberto, era blanco y no tenía bigotes. Luego de rebuscar detenidamente, encontró su foto en la caja de zapatos.
La reflexión es esta: Qué realidad tan rica la que permite que por unos minutos, un chileno blanco y afeitado pueda llegar a ser un dominicano negro y con bigotes.
quijoteurbano
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